28 junio 2014

DOÑA VIRTUDES Y DON PERFECTO

No eran buenos tiempos los que corrían, desde luego, en el parecer de Doña Virtudes. Se sentía incómoda, desajustada, disconforme con los años que últimamente le habían tocado vivir; no era exactamente que no fuera feliz, que lo era y mucho en su vida familiar, pero el ambiente social, el entorno, la vida en la calle que tanto le agradaba, se había vuelto crispante y hostil para ella. Doña Virtudes era enemiga acérrima del mal gusto, de las discusiones, de las salidas de tono, del vocerío chabacano; por contra le agradaban los buenos modales, la galantería, el orden, la concordia y en general las atenciones naturales que toda dama de sociedad demanda en el trato. No es que ella formase parte de una clase social elevada, que no era el caso, pero estaba acostumbrada a vivir con desahogo y de vez en cuando se podía permitir algún capricho, sobre todo en el vestir; era delgada, alta y bien parecida, lo que le permitía lucir con elegancia la ropa que concienzuda y metódicamente escogía, siempre dentro de los cánones que ella misma marcaba: un estilo intemporal, clásico, pero no pasado de moda.
A Doña Virtudes le encantaba alternar y se encontraba en su salsa en las sustanciosas conversaciones entre mujeres, en las que solía llevar la voz cantante. Ahí desarrollaba todo su potencial y repasaba en detalle los asuntos que ella creía relevantes y que invariablemente afectaban a los demás, los cuales eran pasados por el tamiz de la crítica constructiva que ella creía ejercer. Metódicamente, las apariencias, hechos y comportamientos de aquellas personas que no eran como ella, acababan siendo sometidos a juício sumarísimo, hasta alcanzar la sentencia definitiva, que tanto le gustaba dictar. Se situaba y lo sabía, en un lugar preeminente en su grupo de amigas, que raramente discrepaba de sus opiniones y dictados, lo que no la ponía a salvo de críticas a su espalda.
La formación moral de Doña Virtudes no iba más allá de la recibida en su etapa educativa, a la que se debían sumar, por añadidura, los preceptos morales contenidos en las homilías que escuchaba como feligresa de su parroquia, o bien ocasionalmente cuando oía misa fuera de ella. No era desde luego de misa diaria, ni siquiera semanal, pero estaba convencida de la importancia que tenía el asistir a ese rito religioso, especialmente en las ocasiones en las que coincidía con personas del rango al que ella aspiraba, como si eso le pudiese ayudar en la consecución de sus anhelos. Su moral, por tanto, estaba más relacionada con las costumbres sociales del entorno que le había tocado en suerte, a las que se había adaptado por inercia, que de una convicción personal razonada. Por ese motivo la percepción que tenía acerca de sus actos, por corresponderse estos con los habitualmente convencionales, era de una intachable moralidad, libre de todo asomo de culpa. En su razonamiento, a la hora de enjuiciar a los demás, se basaba en esa concepción, llamémosle utilitaria o convencional de la moral, achacándole a aquellos la ausencia de comportamientos como los que ella observaba, que eran obviamente, a su criterio, los correctos.
Aligerada de responsabilidad moral, convencida de que actuaba con corrección, Doña Virtudes seguía impertérrita su costumbre de afear la conducta a los demás, sin reparar en la suya propia. Por eso se sorprendía negativamente cuando alguien se volvía contra ella por ese motivo: sencillamente no era capaz de asumir que podía equivocarse, que tal vez no tuviese siempre la razón. El resultado, en todo caso, invariablemente siempre era el mismo: o se retractaba la otra persona, o le retiraba de inmediato su amistad. De producirse la segunda situación, la "otra persona" no sólo cargaba con la culpa, sino que además era víctima de una incansable e intensa campaña social informativa que advertía de su incorrecto comportamiento. y que desembocaba en un alejamiento de los circulos que previamente frecuentaba.
Los últimos tiempos, como se dijo, no eran del agrado de Doña Virtudes, tanto como consecuencia del deterioro económico que no le era totalmente ajeno, y que no le permitía mantener el "status" que pretendía, como por verse obligada a alternar con gente que no era del todo de su gusto. Su ideología política se limitaba a una especie de adecuación más bien práctica, permeable e indefinida con su entorno...; dado que le encantaba la buena vida, el salir, el alternar, solía coincidir con esposas de empresarios y autónomos acostumbrados a manejarse con soltura en la sociedad del dinero, y por ese mismo motivo eran en general portadoras de una cierta frivolidad y de una clara falta de prejuicios a la hora de asumir sus obligaciones fiscales y legales. Estaba acostumbrada, por tanto, a asumir como normales las conductas que desde un rango superior moral o ético en absoluto lo eran: se veía en cierto sentido atrapada en un mundo amoral que no llegaba del todo a compartir, como consecuencia de vivir en un mundo imperfecto, del cual ella no se sentía partícipe. Dicho en otras palabras: le gustaba disfrutar de lo positivo de una sociedad decadente e insolidaria, a cambio de no verse inmiscuida responsablemente en su sostenimiento...un equilibrio difícil e inestable, en todo caso.
El esposo de Doña Virtudes se veía relegado socialmente a un obligado papel secundario, sobre todo en presencia de ella: sus nada intempestivas y nada habituales salidas de tono eran rápidamente reprimidas de modo autoritario desde la distancia, bien con un simple gesto, bien con una señalización correctora de su conducta. El esposo, pues, debía asumir el papel menor, a la sombra del protagonismo de su pareja. Don Perfecto, que así se llamaba, se atormentaba con frecuencia ante su obligado comedimiento cuando escoltaba a la "prima donna" en toda clase de eventos; dentro de él anidaba un espíritu inquieto que pugnaba por mostrarse al exterior, por hacer partícipes a los demás de sus ideas, razonamientos y vivencias. Por eso, cuando tenía ocasión, libre de las riendas que le sujetaban, se aventuraba a exponerse en público de manera franca, confiada y abierta; desplegaba entonces todo su encanto y promovía el interés general, sorprendiendo a los demás, que veían con cierta estupefacción, no exenta de malicia, como podía transformarse en una persona bien distinta en cuanto se libraba de la influencia conyugal.
Don Perfecto no era en absoluto una persona vulgar; sus gustos basculaban con claridad hacia la exquisitez, sus maneras eran más que correctas, hablaba con elocuencia, tal vez con cierto grado de afectación - que algunos interpretaban erróneamente como pedantería-, pero mostraba bien a las claras que sabía estar callado - y bien callado - cuando correspondía, tal vez como consecuencia de su esmerada disciplina de entrenamiento de segundón forzado cuando no le quedaba más remedio que acompañar a su esposa. Era un lector empedernido y se enfrascaba en el conocimiento de las diversas materias que contenían los libros que adquiría; todo le interesaba, todo le tentaba, pero eran los asuntos "filosóficos" los que más le entusiasmaban, por lo que siempre andaba ensimismado en sus razonamientos entre el ser y el no ser, el conocimiento, la moral o el lenguaje; en esto último - el lenguaje - se había convertido en un adalid de la palabra, un defensor a ultranza del vocabulario, pues no era capaz de entender como la sociedad había renunciado al uso de infinidad de términos preexistentes, e inventar otros - plagados de extranjerismos - con el mismo significado, que suplantaban a los "auténticos", aquellos que habían sido usados por los antepasados. Veía en ello una traición y una ignorancia intolerable, y los demás veían en él a un especímen raro que se empeñaba en hablar "raro" en vez de hablar "normal". Don Perfecto le daba a la palabra una importancia superlativa; para él la palabra era en si misma un síntoma inequívoco de "civilización", la base de toda cultura, y con profusión utilizaba términos sinónimos de otros pero de escaso uso en la actualidad, lo que resultaba muy chocante para los que le oían o leían - le gustaba también la escritura - que de inmediato lo asociaban, como ya se dijo, a la pedantería. Se esforzaba, por ejemplo, en denominar "abedul", "plátanos orientales", "ginkgos" o "arces" a esos árboles, y no usar el genérico; de igual manera utilizaba los términos "tímpano", "naves", "tribuna", "presbiterio", "hornacina" o "ventana geminada", cuando entre sonrisas que iban de la ironía a la condescendencia algunos incautos le rodeaban en sus embarulladas explicaciones cuando visitaba culturalmente algún templo cristiano.
Su amor por la sabiduría tal vez había echado raíces durante sus años de seminarista, vocación que había abandonado al no poder conciliar la mística austeridad pertinente para un aspirante a clérigo con la voluptuosa percepción de la belleza terrenal. Sus estudios de escolástica y tomismo no lograron arrancarle de su apego a la naturaleza, fuese ésta humana o achacable a la propia Tierra, pero le dejaron la huella suficiente como para que de vez en cuando lanzase al viento algún que otro latinajo. Entendía a la perfección el paso de la vida como un concepto pleno de temporalidad - si acaso así se puede expresar - y trataba de explotar al máximo, dentro de sus limitadas capacidades - tanto objetivamente aplicadas al concepto de tiempo, como a su propia percepción del mundo - el disfrute de sus propias vivencias.
Era frecuente que no le entendiesen - o más bien le diesen de lado - cuando en determinadas situaciones sociales en las que abiertamente había manifestado su opinión discrepante y esta hubiese sido rechazada o no tenida en cuenta, con cierto amargor utilizase locuciones latinas del tipo "praeterit enim figura huius mundi" en clara alusión al paso del tiempo y a la fugacidad de las imágenes o modas mundanas. 
En ocasiones gustaba de salir de paseo - tirarse al monte, decía él - y literalmente era así, ya que escogía rutas interiores con presencia de bosques autóctonos, por los cuales sentía especial predilección. Lo hacía en soledad y entonces, mientras caminaba aspirando el aire purificado, cerraba los ojos y escuchaba el murmullo que el viento producía al agitar suavemente las altas copas de los árboles, mientras en su mente se iniciaban las lentas notas melódicas de Grieg: alcanzaba así la paz, la paz espiritual que le transportaba a otra dimensión.
Pero lo mejor que definía a Don Perfecto era la "fidelidad", ese valor moral humano comprometido, que demostraba a las personas a las que profesaba afecto, como a su esposa Doña Virtudes, a la que llevado por el amor conyugal minimizaba en sus defectos. El caprichoso azar - o tal vez una voluntad divina - quiso que ambos falleciesen casi simultáneamente, tras invadir un camión de gran tonelaje el carril por el que el coche de Don Perfecto circulaba estrictamente dentro de los cánones definidos por las normas y señales de tráfico vigentes. Tuvieron que ser excarcelados del interior del vehículo y los bomberos los encontraron unidos fuertemente por sus manos; todavía hoy, en cierto punto kilométrico de la A-52 se pueden escuchar los débiles ecos del grito previo de Doña Virtudes.
El funeral se enriqueció con las hermosas palabras de Santo Tomás, cantadas por los sacerdotes oficiantes, todos ellos ex-compañeros de Don Perfecto: el "pange lingua" nunca sonó tan bello y emotivo. Los féretros salieron de la iglesia acompañados por el solemne "Ave Verum Corpus" de Mozart. Don Perfecto, siempre tan detallista, había donado su escasa fortuna, junto con la de Doña Virtudes - ambos eran hijos únicos y no habían tenido descendencia, lo que facilitaba las cuestiones hereditarias - al Patronato de la Real Academia de la Lengua Española y al Obispado de Tuy-Vigo, en un evidente guiño a su pasado.
Quizás ahora, en el purgatorio, ambos puedan conciliar más estrechamente su relación conyugal, pues la medida del tiempo alli es "ad aeternum". 

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